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A finales del siglo XIX, los teatros de las grandes capitales europeas y los circos que recorrían las provincias acogieron uno de los espectáculos más sobrecogedores y sorprendentes que se habían visto nunca. Cada noche el público asistía a una función asombrosa que incluía a mujeres barbudas, hermanos siameses, hombres de fuerza extraordinaria y seres con cuerpos extraños y deformes. Sin embargo, en realidad los espectáculos de prodigios y monstruos no eran tan novedosos. La utilización de personas aquejadas de deformidades y enfermedades desconocidas para la diversión del público y las élites se remontaba a mucho antes, con los bufones que los nobles y reyes tenían en sus cortes. Con ellos, y con las historias de los niños que vivían en los bosques y las leyendas de hombres que vivían al margen de la civilización, la cultura europea había creado la figura del salvaje interior, del diferente al que se podía humillar y perseguir porque se situaba fuera de los límites de lo humano. Una construcción del otro que servirá después para justificar el saqueo y el genocidio de la población de las colonias, pero también el maltrato y la explotación de todo aquel que desafiaba el orden social con su aspecto o comportamiento.
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