Qué difícil es hablar de Las malas, de Camila y de todo ese universo que ha creado, y hacerlo sin pretenciosidad. Y qué difícil sería no mojarse con ella. Vamos tarde, de hecho.
Leímos esta novela tras haber leído Tengo miedo torero, de Lemebel (Las afueras, 2021) y El viaje inútil, también de Camila (La uña rota, 2021), un ensayo novelado, cortito, intenso, como darle un trago a la botella más cercana cuando más lo necesitas. Un viaje, que quizá por lo inútil, o gracias a ello, resulta inolvidable, especialmente si Las malas cae en tus manos justo después.
Pasear por el Parque Sarmiento de la mano de Camila después de recorrer las calles del Santiago revolucionario con la Loca del frente a ritmo de bolero es un viaje a un tiempo desconocido pero absolutamente familiar, casi atemporal, que podría haberse dado ayer, hace cuarto de siglo, o dentro de varias generaciones, porque sus personajes son hermosas bestias mitológicas.
La Tía Encarna, María La Pájara, El Brillo de los ojos y el Hombre sin cabeza deberían ser parte de la tradición literaria, de nuestro folklore. Ya no queremos que el Ratoncito Pérez se cuele en las habitaciones por las noches para cambiar los dientes de leche por monedas escondidas debajo de una almohada, queremos que sea María La Pájara quien entre revoloteando por la ventana, se convierta poco a poco en esa jóven tímida que es con su forma humana, toda llena de plumas grises, y levante despacio la almohada y nos deje lo que quiera a cambio de nuestras muelas y se marche canturreando dejando plumillas a su paso.
El universo de Las malas es mágico y ojalá fuese eterno. Es una de esas historias que no quieres que acabe nunca, que por muy real que sea te traslada a un lugar brillante y lleno de colores densos que flotan por el ambiente como si fuesen el humo del incienso que seguro acompañan a La Machi allá donde vaya, envuelta en animal print y con uñas acrílicas capaces de rasgar el cielo.
Camila nos habla de aquellas amigas olvidadas para hacerlas justicia. Leerla es como rascar esa herida que está cicatrizando. Es esa costra que no llega a caerse, que da un profundo placer toquetear con el pulgar sabiendo que, si te pasas, te vas a doler y que aún así, volverá a cicatrizar.
Cuenta vivencias duras caminando por una cuerda floja tejida por el trabajo sexual, las drogas, las amigas, una familia de sangre difícil y una escogida que, lejos de ser menos difícil, sí pareció ser más familia. Y no nos habla de todo esto desde ningún lugar de enjuiciamiento o romantización. Nos habla de los caminos que recorrió, simplemente. Caminos reales, de pavimento y arena, que ha conseguido llenar de magia, y es eso lo que los ha convertido en algo aún más real. Es difícil imaginar que fueron de otro modo. No pudo no ser así.
Ojalá olvidarla. Así podríamos disfrutarla otra vez como la primera.